Historias de terror: “Brujas escritoras”

Fotografía de Itandehui Tapia

¿Quién es Itandehui Tapia? Da click en la imagen y descúbrelo.

Brujas escritoras: primera convocatoria 2024

Esta primera convocatoria de Brujas escritoras tuvo lugar en el mes de noviembre del año en curso (2024). Nació con el fin de abrir un espacio para las historias de escritoras actuales en el género del terror y el suspenso. El propósito es difundir y dar conocer sus creaciones literarias

Aquí encontrarás desde una distópica sociedad extremadamente patriarcal, dos gatos que pueden mirar fantasmas, la historia de una mujer que transforma su deseo genuino de ser madre en una obsesión con consecuencias irreversibles; jóvenes encerradas en bucles infinitos; una mujer superada por sus deseos y pasiones más profundas, una tlahuelpuchi que busca venganza hasta historias donde las mujeres son las mejores aliadas de otras.

Es un conjunto de cuentos en español conformado por escritoras del centro y sur de América. Espero que disfrutes de esta primera convocatoria.

Rebeca M. González


La tejedora

Aida Herebia, Central, Paraguay

Educación, las señoritas de alta alcurnia, del distrito menor de la capital estarían cumpliendo la mayoría de edad la semana próxima, cada una había sido instruida con minuciosidad en las labores del hogar y cuidado de los niños. 

Tras ser controladas por sus progenitores luego de la bajada de su última regla, y después de los manoseos pertinentes de médicos entrometidos, las niñas ahora denominadas con el título de "vírgenes de alto valor", serían comprometidas y casadas con los hijos de los nobles señores. 

Por desgracia para la menuda señorita Laura, su padre la había vendido a un vejete un tanto degenerado, de constitución más bien escuálida y apariencia desgarbada, tal vez, si desarrollara algo de suerte, pensaba ella, al hombre le fuera a dar un patatús con algo de ayuda. 

Ser una joven viuda, parecía ser el mejor de los títulos siempre y cuando consiguiera convencer al marido de dejarle la herencia tras su misterioso deceso. Ya más tarde pensaría en ese asunto con calma, pues otra cosa preocupaba a la jovenzuela en estos momentos. 

Laura era lo que se diría una muchacha "despierta" por no decir maquiavélica; sin embargo, una sola cosa conmovía su frío corazón. Y esto era la vulnerabilidad de su pequeña hermanita, a quien sus padres ignoraban a menudo. 

Decidió llevársela consigo a la última clase de "educación" que se impartiría a las muchachitas del distrito menor y con algo de suerte podría causar la impresión deseada en su ilusa acompañante. 

Ese día, en el teatro municipal de la cofradía, mucha gente acudió al evento, debido a que no se trataba de una sosería de presentación. Después de los respectivos saludos y oraciones ceremoniales, la función dio inicio. 

¡Sobrenatural! Era el único calificativo que acudía a la mente de la pequeña Luana ante la belleza sobrecogedora que emanaba de aquel rostro de porcelana, cuál si fuera una muñeca inanimada carente de cualquier signo de vida, no obstante en un constante y fatídico movimiento. 

La preciosa figura fémina danzaba al compás de tambores atronadores que colmaba el elegante recinto, su silueta distorsionada en largas sombras que se extendían en las paredes como almas en pena, mientras una casi imperceptible línea comenzaba a delinearse, dibujando formas en ese mágico instante, por cada complejo, pero sutil movimiento que las manos y piernas de la muchacha realizará en el aire. 

“¡Hermosa!” pensó la chiquilla, fascinada con la presencia poco menos que mística de aquella mujer bailarina, pasando por alto las diminutas estelas sangrientas que la muchacha esparcía con cada voltereta hecha al azar. 

De pronto una duda surco rauda por los pensamientos de la niña. Recordó las palabras que su amado padre le decía, sintió como Laura, su hermana mayor, le daba pequeños toquecitos al hombro con el fin de llamar su atención.

—¿Luana? —preguntó al ver a su hermanita ensimismada por la presentación de aquella criatura en el escenario. 

—Ella es tan hermosa, ¿no lo crees? —comentó Luana mirando fijo a la bailarina que alzaba las manos al vacío como lanzando dagas imaginarias. 

—Es una tejedora —respondió con cierta obviedad, fijando la mirada en aquella desconocida —Todas las tejedoras se ven hermosas. —Declaró seria. 

—Papá siempre decía que las mujeres son más hermosas cuando sonríen, que se ven mucho más bonitas sonriendo y que una buena dama debe sonreír siempre al público. —Mencionó el recuerdo que le vino a la mente, frunció el ceño al contemplar la gélida expresión de la dama danzante que ahora parecía tener movimientos un tanto acartonados. 

—Las tejedoras no sonríen, Luana —confesó Laura de inmediato, comprendiendo la duda de su hermanita. 

—¡Pero son tan hermosas! Me encantaría ser tan bella como una tejedora —soltó Luana volteando a ver el rostro ahora sombrío de su hermana.

—No querrás ser una tejedora, Luana —dijo apuntando al estrado donde la despampanante mujer realizaba sus últimas piruetas.

La tejedora había creado un telar de hilo invisible que solo ahora podía verse ante el público en sus asientos una vez que la sangre de su corazón palpitante bañara la hebra de seda que salía de su pecho como el producto de todo el veneno acumulado en sus entrañas, pero que ahora adoptaba la forma de finos hilos de araña. 

Laura suspiró pesadamente al ver el rostro horrorizado de su hermana ante aquella macabra escena, más debía enseñársela, por esa razón estaban allí en primer lugar. 

—Las tejedoras no sonríen porque son el producto de la aberración –declaró Laura, apesadumbrada. 

—¿La aberración? —consultó entre leves gemiditos que dejó escapar, no pudiendo sostener la mirada al frente, terminó agachando la cabeza. 

—Ultraje, tortura, maltrato, sumisión, esclavitud, abandono, son mujeres rotas, Luana. 

—¿Por qué?, ¿por qué son así?, ¿por qué les pasó eso? —En su inocencia la pequeña no dimensionaría aún los absurdos motivos que ocasionaban las desventuras de esas pobres criaturas. 

“¿Por qué el poderoso somete al débil?” pensó Laura sin contestar enseguida, vio que la niña tiritaba en su asiento en lo que las lágrimas rodaban limpias por sus mejillas. 

—No lo sé. —mintió sin ganas de dar explicaciones concretas— en un mundo de señores siempre ha habido tejedoras, difícilmente eso vaya a cambiar —dijo para luego depositar un beso en la coronilla de la niña y ofrecerle una sonrisa en consuelo, pues al menos estaba segura de que ellas no correrían esa misma suerte.

—¿Qué está pasando? —soltó la niña espantada al observar que la mujer en el estrado se arrodillaba de golpe, agotada por la sangre derramada. 

—Ella está muriendo... —dijo con una monótona entonación. 

—¿Van a ayudarla? —musitó en un ruego dolido. 

Tres figuras aparecieron en fila por detrás de la tejedora, ataviado uno de sus hábitos, cargaba consigo el emblema sacerdotal, mientras salmodiaba al aire, se paró a espaldas de la mujer viendo a otro de sus colegas en uno de los extremos. 

El siguiente sujeto de ropajes ostentosos enseñaba una liga que cruzaba sobre su pecho, era nada más y nada menos que el magistrado de la región, este dio una reverencia al último hombre que se hallaba a la punta del otro extremo del escenario, vestido con uniforme militar, respondió al saludo de sus camaradas con una amplia sonrisa. 

—¿Van a ayudarla? —repitió desconsolada al presentir lo que se venía. 

—No —dijo viendo a la desdichada cuya vida pendía de un hilo—¿Por qué lo harían?

“¿Por qué lo harían ahora? Cuando pudieron hacerlo antes”. Se dijo para sí, mordiéndose el labio inferior impotente. 

Tras cavilar, Laura contuvo con fuerza las ganas de abrazar a su hermanita, pues aunque le doliera, debía extraer esa pureza antes de que fuera tarde y pudiera correr peligro. Pues al igual que ella, esas tejedoras alguna vez fueron señoritas, pero que engañadas con promesas de amor y libertad terminaron arrancadas del lecho de su ingenuidad y forzadas a vivir en vilo de la violencia constante. 

Tres pares de manos tomaron con saña de los extremos del telar formado y lo arrancaron de cuajo, reventando la cavidad torácica de ese cuerpo marchito, mientras el corazón aún latiente volaba por los aires, salpicando a los presentes con las últimas gotas de sangre de esa criatura ya exangüe. 

El cuerpo se desplomó en el suelo quedando inmóvil, así enseñaban la lección a las jovencitas de mantenerse siempre sumisas y complacientes para sus maridos, o terminarían como aquellas malvadas tejedoras que seducían a hombres ajenos o se entregaban a pasiones diabólicas. 

Al fin se dio el abrazo tan necesitado por la pequeña niña, que tras ver esa trágica escena casi cae desmayada en su asiento de no ser por los cálidos brazos que la envolvieron protectores. 

—Descuida cariño –murmuró al oído de la niña– nosotras estamos a salvo. 

—¿Son malas personas? —consultó con su vocecilla apagada. 

—¿Quiénes? —preguntó pensando en los hombres que aún recitaban advertencias a la muchedumbre y es que la maldad casi siempre tenía un rostro masculino. 

—Las tejedoras... si no ¿Por qué les pasó eso? 

—Oh, no Luana... no son malas personas, solo han tenido muy mala suerte. Sin embargo, debes estar atenta, nunca salgas con hombres que nuestro padre no acepte primero. 

Si fuera por Laura le diría que no saliera con ningún hombre que le diera mala espina, pues su padre tampoco era un ejemplo de protección familiar. 

—Los hombres... —dijo muy bajo y con temor— ¿Los hombres son malas personas? 

—No, también hay hombres buenos como puede haber mujeres malas, aunque no es el caso de las tejedoras, es solo que son tiempos caóticos, mi cielo —se arrimó aún más a oídos de su hermana— sobrevivir es más importante ahora. 

Tomó a la niña en brazos y luego de dar algunas explicaciones a las otras chicas que las acompañaban salieron del local. Comprendió que le acababa de causar un trauma inolvidable a la niña, pero ¿qué importaba si lo hacía ahora o más tarde?, aquello era inevitable. 

Recordó la época cuando creía que sus padres estaban verdaderamente enamorados y ella fantaseaba en conseguir una unión similar, engañada con el cuento de que la dependencia de su madre hacia su padre era símbolo de su inmenso amor, cuando en realidad era miedo disfrazado de mansedumbre. 

“Hay hombres buenos, como también hay mujeres malas” se repitió para sus adentros como una especie de mantra que por extraño que sonara le daba cierto consuelo, a la par que caminaba con su hermanita ya más calmada por la acera en dirección a su casa.


Ojos negros

Gaby Vargas Cespedes. Alajuela, Costa Rica

Perturbada por mi desacierto, pero consciente de que debía limpiar el desastre frente a mí, me moví a la velocidad más rápida que mis extraordinarias extremidades me permitían, Tome el desangrado cuerpo, miembro por miembro, desintegrándolo en trozos, apenas reconocibles, quien encontrara aquellos deshechos no tendría idea que, en vida, eran parte de un saludable joven.

En un suspiro estaba de nuevo resguardada en aquella mansión vacía y oscura. Me senté en una esquina, con mi espalda recostada a las piedras que tan odiosas me parecieron temprano. Mis manos, aun con sangre, me parecían ahora extrañas; mi garganta, mi garganta, satisfecha, mis pies tibios del reciente alimento y mi alma, mi alma pesada, cargando todo el cansancio que no podía sentir con mi cuerpo.

Cerré mis ojos, respirando despacio, buscando un resguardo en un sueño que sabía no iba a llegar. Con calma retire las botas que me habían llevado a aquel parque, removí el vestido que me había cubierto durante mi festín brutal, solté mi perfumado cabello del moño que me había ayudado a ver mejor a mi presa, y desnuda, me fui a sentar en un rincón de la bañera, deseando que el agua que el agua lavara la maldición que tenía dentro.

Sabiendo que ninguna cantidad de horas podría nunca quitarme este castigo que llevaba encima, cerré la llave del agua, deje mi cabello reposar empapado sobre mis hombros, y Sali a esperar el amanecer, reflexionando en mi imprudencia, en mi desesperación y en aquellos ojos negros que tanto extrañaba.

“Era ridículo cómo me podía afectar un ser tan insignificante” me decía a mi misma, como si mis palabras pudieran disminuir la intensidad de mis emociones. Cerraba los ojos y aun podía sentir sus manos acariciando mi rostro. Abría los ojos y parecía que su sonrisa nunca se había alejado. Pero insistía y me obligaba a recordar mis capacidades de arruinar lo que tocara, “hice lo correcto” me decía a mi misma, como si eso fuese algún consuelo.

***

Era primavera cuando lo conocí, nueva en aquel pequeño pueblo, no me interesaba nada más que comer y complacer las necesidades humanas que me seguían donde fuera.Ningún mortal me había hablado antes con tanta seguridad, sin ese tono agudo que delatara el miedo incomprensible a mi presencia, hasta aquel joven que ahora robaba mis pensamientos.

El era alto, su cabello castaño y bien peinado, su piel, blanca pero no pálida, sus mejillas rojas, pero no ruborizadas, su cuello firme, pero no tenso, sus hombros fuertes, pero cómodos, todo su cuerpo con las medidas justas para encajar con el mío.

Aun podía recordar la primera vez que tomo mi mano, dándome una firmeza al caminar, que el no sabia yo no necesitaba. Siempre pendiente de lo que, para cualquier otra mujer, sería una necesidad básica. Al inicio lo deje cuidarme, deje aquella galantería pasar, mientras me satisfacía de la sangre de otros menos dichosos. Sus modales no le permitían ir más allá de las normas sociales aceptables de aquellos años, por lo que, no solo mi hambre se satisfacía con cuerpos ajenos.

Jugueteaba con sus deseos, provocándolo con los míos, sabía cuánto tiempo debían durar mis besos, cuando y donde debía tocarlo para que sintiera la necesidad de perder el control, pero también sabía cuando debía parar, para que su inocencia, y hasta su vida siguieran intactas.

Todo era un juego seguro para mí, hasta que veía la profundidad de aquellos ojos negros, buscando los secretos que escondían los míos. La fiera que vivía en mi despertaba hambrienta, podía sentirla temblando en lo profundo de mi pecho, lista para atacar cuando diera la señal, pero mis voces me advertían, y en mi sueño de amor, prefería mantenerlo con vida un poco más, convencida de que era capaz de manejar mi apetito.

—Te amo —me dijo cuando inició el verano, y esas palabras fueron las que nos condenaron a la vida que hoy tenemos.

En un arrebato de su ímpetu juvenil, dejó ir cualquier regla moral antigua, y permitió a su cuerpo ser llevado por la pasión y deseo que sintiese por el mío. Nos convertimos en dos almas acaloradas, con cuerpos capaces de sentir el sol dentro. Deje que sus manos, con movimientos que eran lentos comparados con los míos, me desvistieran, refrene mis brazos para que se vieran de forma natural mientras quitaba sus prendas, nos rendimos al césped que nos llamaba en el patio de esa mansión que entonces me parecía hermosa.

Nos dejamos llevar entre el aire caliente que nos rodeaba y el fuego que nos ardía por dentro. Con un vigoroso movimiento se posó dentro mío y me reclamó como suya. Me dejé llevar por el clímax, hasta que le sentí palpitar sobre mí. Mi fiera interna, que había estado distraída por las sensaciones de mi cuerpo, no se había percatado de la peligrosa cercanía entre sus ojos y los míos; y así, convertidos en un solo ser, con nuestros cuerpos unidos, abrí sus venas y lo comencé a desangrar.

Un gemido doloroso interrumpió mi placer, y con pánico, deje su cuerpo en un sobresalto. Desnudo sobre aquel césped, ahora color rojo y acusante, se le veía apenas con vida. El pánico en aquellos ojos negros me estremeció, limpie mis labios y escupí de mi boca lo que aun quedaba de su sangre, lo cubrí con una manta y me senté a esperar que mi mente volviera en sí. 


El departamento

Coatlicue Lucero Salazar Tovar. Ciudad de México, México.

Intenté abrir los ojos, pero los párpados me pesaban toneladas, me removí en la cama varias veces antes de poder abrir los ojos. Lo primero que vi fue a mi gato Nino, estaba con sus ojos clavados en mí, no maullaba ni intentaba acercarse a mí, estaba sólo ahí, a la orilla de la cama, estático como una estatua.

Como pude, me levanté, miré a mi gata Chacha en el marco de la puerta, sentada muy elegante, pero con su mirada fría y penetrante.Sabía que querían que les sirviera de comer, pero mi depresión me estaba ganando la batalla. Sin embargo, por alguna razón, siempre conseguía llenar sus platos de comida cada día y cada noche. Estaba tan cansada de la rutina que renuncié a mi trabajo o eso creo, porque tiene más de una semana que no me levanto de la cama y mi única compañía son mi gato gordo Nino y la gata mimada y presuntuosa de la Chacha.

Le di una vuelta a mi apartamento, lo vi hecho una mierda porque ya había pasado en nivel del caos y el desastre. Se escuchaban las moscas y los areneros de mis gatos estaban a rebosar, me dio tanta pena que me regresé a la cama sin fuerzas. Sabía que mi depresión era crónica, Karla, mi psicóloga y Alberto mi psiquiatra me habían dado de todo, pero a pesar de llevar más de dos años en terapia no había conseguido un cambio significativo en mi vida. Incluso, Nicolás mi pareja desde los 21 años me había dejado. 

En un inicio me sentí una fracasada total, después dejó de importarme soberanamente. Intenté con todas mis fuerzas ser productiva, una adulta, una mujer moderna y responsable, pero muchas cosas me sobrepasaron, para ser sincera, tener de pareja a un varón que sigue siendo un niño me desgastó mentalmente como nunca imaginé. Aún no recuerdo siquiera por qué terminamos, debió ser por alguno de esos berrinches que hacía cada cierto tiempo en donde dejaba de hablarme por días. ¡Cómo odiaba eso!, pero aun así di todo de mí, hasta quedar exhausta y tumbada en esta cama todos los días.

Desde el rabillo del ojo vi a mis gatos regresar a la cama, no maullaban, supongo que se cansaron de pedirme comida, solo se quedaban mirándome, parecía que lo hacía con cierto recelo, con cautela. Cerré mis ojos y a través de mis párpados sentí la oscuridad de la noche abrazarme. De nuevo, se había terminado un día más y podía dormir sin penas.

Un ruido me sobresaltó. La puerta de mi casa se había abierto. No me asusté, ni siquiera me inmuté. Varias de mis amigas, mi madre y mi ex tenían llaves. No me molesté en levantarme de la cama, simplemente, escuché con atención la voz que provenía de la sala.

—Hola, bellezas. ¿Cómo se encuentran el día de hoy?

Era Valeria, mi ex compañera de secundaria. Escuché a mis gatos maullarle y su voz se fue perdiendo por el departamento. No pasaron ni diez minutos y escuché como se cerró la puerta. “¿Qué?” Pensé y hablé en voz alta. “¿Cómo se atreve a venir a mi casa y ni siquiera saludarme? ¿Habrá pensado que no estaba?” Me molesté, pero seguí acostada en forma fetal.

Nino saltó a la cama para volverme a clavar su mirada. “¿Por qué me ves así? Tu plato está lleno como todos los días, me disculpo por tu arena, pero hoy si la voy a limpiar.” Le dije mientras cerraba los ojos y volvía a quedarme dormida.

A la mañana siguiente, la puerta volvió a abrirse. Me dio igual. Esta vez alcancé a escuchar la voz de mi madre saludando a los gatos: “Mis nietecitos bellos, ¿cómo están mis peluditos? ¿Hoy si se van a dejar acariciar?”. Yo sabía que mi Chacha era muy huraña, pero al menos Nino era un amor con todas las personas. Me sorprendió el comentario, pero me dio igual hasta que escuché a mi madre llamar por celular desde la sala:+

—Tiene que ser hoy, ya los veo más tranquilos, al menos no se esconden ni bufan como hace una semana, creo que es el momento de llevárnoslos.— “¿Qué? ¿Se quería llevar a mis gatos? ¿Por qué? O sea, comprendía que la calidad de vida que les estaba dando no era buena, pero al menos estábamos juntos, ver a mis gatos era de lo poco que me hacía sentir algo feliz y no tan perdida en el mundo ¿y ahora me los querían quitar?”

Mis ojos estaban cerrados y sentí un tipo de parálisis de cuerpo, no podía mover mis extremidades, ni abrir la boca, quería gritar, quería moverme, pero estaba completamente rígida de pies a cabeza. Escuché más voces. Nicolás, el imbécil de Nicolás, ¡cómo se atrevía! Regresar al departamento después de decirme que “era cansado tener que soportarme y que de seguro nadie más podría hacerlo”. ¡Cómo odiaba cuando me decía esas cosas!, cuando la que soportaba sus enojos infantiles y lo maternaba, constantemente, era yo. Él jamás comprendió que tenía depresión, nunca me miró ni apoyó. Para él era solo una floja berrinchuda.

La voz de mi madre se quebró al hablar. 

—¿A quién vas a llevarte tú?

Nicolás le contestó. 

—A la Chacha, ella siempre me quiso más que el gordo. —Estaban hablando de mis gatos, estaban pensando en llevárselos de la casa, sin decirme, sin ni siquiera preguntarme, ¡cómo se atrevían! Nunca me había enojado con mi madre como en ese momento. Junté todas las fuerzas de mi cuerpo y de un golpe me levanté de la cama y corrí a la puerta. Pero, como si todo hubiera sido en cámara lenta, vi a mi madre y a Nicolás meter a mis únicas esperanzas en sus transportadoras. Vi los ojos de mi Chacha a través de la transportadora, se veían tristes pero tranquilos. Mi Nino maullaba con desesperación en mi dirección, pero me congelé en el pasillo. Mi madre volteó a verme, su mirada estaba perdida y entre lágrimas y sollozos se llevó a mi bebé del departamento.

Me quedé muda en el pasillo, ambos me dieron la espalda y cerraron la puerta. Sabía que Nicolás y yo no habíamos terminado bien, pero no era como para venir a mi departamento y llevarse a la gata. Y mi madre, ¿cómo había permitido eso? Ahí en el pasillo se me hizo de noche y con un dolor atravesado en el alma me regresé a la cama. Pensé que tal vez me moriría de la tristeza, no podía creer lo que acababa de pasarme. Pensaba una y otra vez, me acurruqué e intenté llorar, pero mi cuerpo no me respondía. Fue esa noche que soñé.

Soñé un recuerdo. Estaba caminando, me sentía perdida después de varias horas. Vi el atardecer comerse el día y, sin pensarlo dos veces, me metí a un llano, quería disfrutar de la oscuridad. Me acosté en el piso para ver el cielo, bastante escaso de estrellas por la contaminación de la ciudad cercana, pero, aún así, la oscuridad abrazándome, era bella.

Recuerdo que sentía la brisa, dejé de sentirme abrumada, dejé de pensar, hasta que la noche dio paso a la madrugada y el frío comenzó a colárseme a los huesos. Sin embargo, sentí calma y paz al pasar las horas, dejé de tiritar y mis músculos se relajaron, ya no me pesaba la cabeza ni sentía que era perseguida por el mundo.

La primera luz de la mañana me despertó y abrí los ojos, estaba en un campó en medio de quién sabe dónde, rodeada de flores amarillas de dientes de león. Respiré profundo y como pude me levanté y regresé a mi casa, porque de regreso ningún maldito camión me hizo la parada. 

Al volver a la mancha urbana me sentí miserable, ignorada, una más del montón, tres camiones me habían dejado varada, aunque me dio igual porque en realidad había salido a caminar sin celular o cartera. Me arrepentí de haber caminado tanto, pero me limité a seguir sin descanso.

Al llegar a casa, ese día mis gatos me miraron extraño, ahora que lo recuerdo fue desde hace una semana que no encuentro las fuerzas para hacer nada más que quedarme en cama otra vez.

Esta mañana, al despertarme, me sentía más ligera. Al recordar semejante odisea de la semana anterior me pregunté cómo había logrado regresar a casa. Me senté en la sala y noté la ausencia de varias de mis cosas, sobre todo de mis libros favoritos. Me vino a la mente un recuerdo, durante la semana, escuché las voces de varias amigas, pero no conseguí mover ni un músculo, apenas estaba dándome cuenta de que habían venido. “Malditas, me robaron sabiendo mi condición, me robaron aún estando yo en casa”.

Sentí mucho enojo y comencé a buscar en todas las habitaciones. Mis plantas ya no estaban, mi celular, que tenía días sin tocar ni siquiera estaba. Por un momento me di cuenta que mi departamento pasó de la suciedad y el caos a la nada. ¿Qué había pasado con todas mis cosas? Cuando me dispuse a salir, escuché la perilla girar, era mi madre. Entró al departamento y sin apenas notarme se paró en la sala. Me quedé muda junto al pasillo del espejo, ella me miró. 

—Mi niña, mi hijita. Mi querida y amada niña. ¿Qué te hiciste?

Me sentí enojada y ofendida, a mi madre nunca le había gustado mi apariencia, pero ya habíamos hablado de que no me gustaban esos comentarios. Apenas abrí la boca para contestarle cuando rompió en llanto. Me quedé atónita, no estaba comprendiendo nada de lo que estaba pasando. Caminé hacia mi madre y cuando intenté abrazarla… nada. De pronto, como un rayo, una memoria me atravesó: yo había muerto.


Ellas están aquí 

Diana Nieves Armenta, Guerrero Negro, B.C.S, México.

Cuando en las noticias o en redes sociales aparecían fotografías de mujeres desaparecidas o asesinadas, nunca pude imaginar que alguno de esos rostros sería el de mi mejor amiga. Vane era una chica carismática, soñaba con ser enfermera y se la llevaron. El sábado que la perdí,  habíamos ido a perrear las desdichas y el cansancio, como ella decía. Las luces neones y parpadeantes del antro nos cobijaban. Entre tanta gente no importaba si yo no sabía bailar, de todos modos Vane siempre se robaba las miradas. Era bonita y sus caderas se sintonizaban al son de cualquier ritmo. 

A un lado de nuestra mesa había un hombre con algunas canas asomándose en su negra cabellera, usaba un perfume escandaloso que ni con el alcohol y los otros aromas del ambiente se perdía. Era insoportable. Lo recuerdo bien porque ese hombre nauseabundo no le quitaba los ojos de encima a mi amiga de dieciocho años. Era incómodo ver como la devoraba de arriba abajo con la mirada. Me sentía asqueada, vulnerable. —Somos un pedazo de carne para este viejo— me susurró Vane y seguimos bailando para ignorarlo.

Después de unos tragos me sentí mareada. Vane podía seguir bebiendo toda la noche sin que se le notara, era de carrera larga, yo no. Me senté y ella siguió bailando, sentí que vomitaría pero aguanté. Cuando volteé, vi como el hombre se le acercaba por detrás y la jalaba de sus caderas para acercarla a su entrepierna, ella se quitó y estuvo a punto de golpearlo, pero él la tomó por la muñeca antes de tocarlo. Me pareció que forcejearon y ella se zafó gritándole: —¡Pendejo! 

Cuando Vane se sentó a mi lado molesta, pude ver como él la miraba con odio, como si le hiciera mal de ojo, como dice mi abuela. Después, sólo tengo imágenes borrosas: me recuerdo recostando mi cabeza sobre las piernas de Vane para que no vomitara en el Uber; Vane dando instrucciones al conductor que yo no entendía; y sus brazos sosteniéndome en la entrada de mi casa. Las intermitentes iluminaban un auto rojo del otro lado de la acera, detrás del volante vi a alguien con la cabellera aplastada y la camisa rosa apenas iluminada por la tenue luz. Creí que mi cabeza me traicionaba y no le tomé importancia. Lo último que recuerdo de esa noche es a Vane arropándome. Quisiera recordar más. Desearía haberle rogado que se quedara conmigo, que no se fuera, le hubiera dicho que la quería. Ella lo sabía, ¿no? Quiero pensar que sí. Pero se fue y esa es la última vez que la vi.

     No me creen. Sus padres, ni mis padres, ni mi hermano me creyeron. En la fiscalía me preguntaron si no había estado tan ebria como para inventar a ese hombre. Ellos dicen que nadie más lo vio, solo yo. Que el alcohol me hizo alucinarlo y ¿qué, el alcohol provocó la violación de mi mejor amiga? Solo mi abuela me cree, ella siempre me ha creído, es la única de la casa que me escucha. Tampoco Silvestre lo hace, siempre me ignora, ¡odio a ese gato! Pero a ella ya nadie la toma en cuenta, mi mamá dice que aunque su cuerpo esté aquí, su mente ya no está con nosotros. Yo sé que no es así, ella está más presente que nunca, solo que no se comunica de la misma forma que nosotros. A veces, de la nada, mientras daba de comer a su guajolote Pancho, se ponía a contar las historias que a mí me gustaba escuchar, pero que me aterraban de niña. Habla de las tlahuelpuchis, esas mujeres que al tener su primera regla, a la media noche hacían un ritual para despojarse de sus miembros y tomar los de otros animales como ojos y patas. Se convertían en aves nocturnas que a kilómetros detectaban a sus víctimas por el olor. Su alimento favorito eran los bebés, también se chupaba la sangre de los adultos hasta robarles su esencia y matarlos. Decía que la hermana de su abuelo había sido una tlahuelpuchi, que estaba en nuestra sangre. Pero las historias de mi abuela estaban lejos del verdadero horror. 

     A Vane la agarraron cuando llegó a su casa y bajó del Uber; la subieron a otro auto y la llevaron a las afueras de la ciudad. La violaron y como si no fuera poco, mientras lo hacían la estrangularon con un cinturón. La asesinaron. Se convirtió en el nuevo rostro de los feminicidios. El nuevo rostro, como si fuera el nuevo rostro de una marca de ropa. En redes sociales no faltó quien la tachara de puta y a mí de mentirosa. ¿Por qué se ponen hasta el gorro si saben a lo que se exponen? Seguro andaba de piruja. ¡Eso le pasa por zorra! Aunque hubo una ola de apoyo a Vane y a mí, no dejo de pensar que a ella siempre la recordarán como la víctima y no como quien era. 

  Un par de semanas después, pasó lo que nadie esperaba: los noticieros y las notas rojas dejaron de cubrir feminicidios. Ahora, esos espacios difundían los cadáveres de hombres con señas particulares. Como si se tratara de un asesino serial, los cuerpos presentaban una mutilación en sus miembros viriles, moretones en la espalda y rostros púrpuras. Los forenses decían que era algo inusual, pues sus penes habían sido arrancados por una mordida precisa y sin dejar marcas de arañazos. Algo que un animal hambriento no podría hacer, los moretones tampoco podían haber sido a causa de golpes o asfixia. Además, la mayoría de las víctimas tenían un patrón: todos esos hombres habían sido acusados de acoso sexual, violación o feminicidio. Algunos tenían todos los cargos. Y los pocos que no habían sido señalados de manera pública, se rumoraba que habían violentado a alguien de su familia, pero por miedo o vergüenza nunca se dijo. Cuando salían estos reportajes, mi abuela decía la misma frase: —ellas están aquí, la madre tierra las ha llamado—. Y volteaba a verme, —prepárate, hija—. Mi familia creyó que la demencia había llegado, yo no. Sentía que ella estaba más lúcida de lo que parecía. Ahora lo sé, ella tenía razón.   

Días después de los insólitos reportajes, tuve un sueño extraño y recurrente; soñaba que volaba, iba tras algo, estaba sedienta y voraz. Ahora lo entiendo, es tiempo. Porque mientras todos duermen, yo estoy aquí, en el patio a media noche. Es como si recibiera instrucciones dentro de mi cabeza. Tomo la madera de capulín de mi padre y le prendo fuego, me desnudo, brinco sobre el brasero tres veces, de norte a sur y de este a oeste, sin quemarme. Me siento sobre el fuego y veo al norte por unos minutos. Extraigo los ojos de mis cuencas, no me duele y en su lugar me coloco los de Silvestre, ya no los necesita. Me arranco un par de cabellos y los anudo en ambos tobillos, los jalo y mis piernas se desprenden, me pongo las patas de Pancho. Con cenizas unto mis verdaderos ojos y piernas para dejarlos en forma de cruz frente al brasero. Ahora ese perfume nauseabundo inunda mis fosas nasales, la sangre me hierve y estoy sedienta. Iré tras él. 

Carne de mi carne

María Fernanda Ospina Saldaña, Bogotá, Colombia.

Clarice observaba la pieza de porcelana, una pequeña figura de un bebé dormido que, en otros tiempos, había sido un símbolo de esperanza. Durante años, ese objeto había representado todo lo que ella anhelaba, lo que algún día pensó que tendría. Colocada cuidadosamente sobre su mesa de noche, se aseguraba de verla cada mañana, imaginando que algún día esa figura sería reemplazada por una criatura real, un hijo de carne y hueso. Sin embargo, con el paso de los años, el brillo de aquella porcelana se fue apagando, así como aquella lucecita en los ojos de Clarice. Su significado cambió, y lo que antes era un motivo de ilusión se volvió un recordatorio cruel de lo que nunca tendría. La fría y pálida superficie, tan perfecta, tan distante de la realidad, ahora se sentía como mil dagas atravesando su pecho sin piedad. Cada mirada a esa figura la sumergía en el dolor de sueños deshechos, transformados ahora en una herida abierta.

A sus 42 años, Clarice había agotado todas las opciones: dos embarazos, ambos terminados en abortos, los cuales dejaron cicatrices profundas en su cuerpo y en su espíritu. Pasó por tratamientos de fertilidad interminables, sin éxito alguno. Incluso intentos de adopción que fueron frustrados por burocracias impasibles. Cada intento fallido se transformaba en una esperanza rota; sin embargo, una parte de ella aún aguardaba por un milagro. Después de todo, una madre puede tener fe. En ese momento, la realidad la golpeó con dureza: ella no era una madre. A pesar de su esfuerzo, el destino —en el que ella ni siquiera estaba segura de creer— la devolvió justo a donde empezó. La única diferencia era que estaba cada vez más sola, con nuevos surcos en su piel y raíces grisáceas en su cabellera.

Esa pregunta interminable, sin respuesta, martillaba su mente: ¿por qué no tenía un bebé en brazos? Como en trance, Clarice fijó su mirada en los ojos inexpresivos del bebé de porcelana. Mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, profirió unas palabras casi a manera de plegaria: "Carne de mi carne". El eco de su voz rebotó en las paredes, regresando hacia ella como un frío aire en su cuello que la aterraba. Sin saber por qué, bajó la vista hacia su mano, notando un pequeño trozo de piel levantado junto a una cutícula. Con cautela, comenzó a arrancarlo. Al inicio, esto no fue más que una respuesta a su ansiedad; sin embargo, como si algo se hubiera apoderado de ella, desprendió de un tirón una buena porción de piel. Un dolor punzante recorrió la zona, pero ella lo ignoraba. Entonces, un impulso primitivo e irrefrenable la poseyó, continuó jalando de su propia carne, cada vez más profundamente. "Ya no me pertenece", pensó, mientras la piel, su propia piel, adquiría un nuevo sentido en su mente: era un regalo para su bebé. Todo era claro ahora: ella debía crear a su bebé.

El acto de arrancarse la piel dejó de ser suficiente. Necesitaba ir más allá. Con sus manos dudosas, se dirigió a la cocina y tomó una navaja, una que había evitado usar por mucho tiempo, como si supiera que el momento de usarla sería tan crucial como este. Cada corte en sus dedos separaba capas de su piel, dejando la carne al descubierto, vulnerable y palpitante. Clarice sentía el ardor atravesando cada uno de sus nervios. No obstante, el terror de habitar un cuerpo ajeno era aún más fuerte. "Soy una mujer", murmuraba en un mantra desesperado. "Soy una mujer", repitió, mientras sus ojos se posaban en sus manos ahora despojadas de piel. Y, sin embargo, una voz dentro de ella se burlaba, un eco hiriente que le recordaba que no era, ni sería, una mujer hasta convertirse en madre. La génesis de su anhelo por un hijo se perdía en algún lugar oscuro de su mente, como si siempre hubiese sido parte de ella, una herida latente. Solo recordaba esa frase, siempre esa frase: “Eso hace una mujer”. Lo repetía su madre, sus tías y sus amigas, palabras casi mecánicas que simulaban rezos: la maternidad, el sacrificio, el deber de amar a alguien más que a sí misma. Todo debía volverse servicio, entrega, sumisión, mientras sus deseos propios, sus logros, sus propios sueños, se desvanecían, diluidos en un mandato que parecía ineludible. Aunque siempre le incomodó esa forma tan limitante de vivir su vida, la presión iba más allá de lo figurativo. Con esa sensación, tomó la navaja una vez más, sumida en una fiebre casi ritualística. Cada trozo de piel arrancado la acercaba a su propósito. Esto le producía una descarga de adrenalina que casi mitigaba todo su dolor.

Pronto, Clarice ascendió desde sus manos hasta su rostro. Con una precisión escalofriante, realizó pequeños cortes a lo largo de la línea de su mandíbula, desprendiendo la piel de su rostro como si fuera una máscara. La piel cruda y viva palpitaba bajo la exposición. Los espejos de su casa se habían vuelto amenazas, así que, envuelta en cólera y repulsión, los rompió. A pesar de su propia aversión, Clarice no podía detenerse. En su mente fragmentada, la imagen de un bebé hecho de su carne la acosaba, un ser perfecto en su deformidad, producto de su sacrificio. Clarice sabía que no moriría; había estudiado cuidadosamente la técnica que debía ejecutar, las zonas que debía evitar y cómo sanar las heridas. Incluso cuando el hedor de su propia carne impregnaba el aire, ella apenas lo notaba. Ahora, sus heridas no eran simples cortes; cada uno era una ofrenda, una muestra de devoción que bordeaba lo divino.

Con su cuerpo cubierto de cicatrices abiertas, Clarice observó el montón de piel recolectado: tenía suficiente. Sus manos temblorosas y doloridas se movieron con devoción mientras moldeaba cada trozo de carne húmeda y flácida. Con paciencia, fue formando brazos, piernas y las pequeñas manos que imaginaba tomarían algún día las suyas. Al fin, la figura de su bebé estaba lista, y Clarice la sostuvo en sus brazos. Su corazón latía con fuerza, anticipando el momento en que los ojos de su creación se abrieran, en que la boca que con tanto cuidado había moldeado emitiera un primer sonido de vida. Pero nada ocurrió. El silencio se hizo eterno, más atroz que las palabras que iniciaron todo. Una enorme angustia la embargó mientras miraba la figura que reposaba en sus brazos. De repente, esa criatura hecha de su propia carne le resultaba ajena, irreconocible. No era su hijo. No lo sería jamás.

En un último acto de desesperación, Clarice llevó a cabo la que consideraba la única solución posible. Con manos que apenas reconocía como propias, arrancó sus ojos de sus cuencas uno a uno, colocándolos en la figura de carne en un intento final de dar vida a lo que tanto deseaba. Lo último que sus ojos percibieron fue la silueta de aquella creación en sus brazos, casi viva, casi humana. Y en sus últimos momentos de consciencia, mientras la oscuridad la envolvía, un débil llanto resonó en la habitación.

El túnel

Etna Abril Heras Vargas, Ciudad de México, México

Me dirijo al metro, como todos los días. La gente va con prisa, y yo también, más que nada porque muero por llegar a casa. Me he acostumbrado tanto a esta rutina y a este trayecto, que ya me parece tedioso, incluso aburrido. Solo espero el momento de llegar a mi departamento y dormir. Ni siquiera me sorprendo cuando una mujer que carga como mil bolsas pasa corriendo y me golpea en el hombro; sé que no va a pedir disculpas ni me va a escuchar. Nadie escucha.

Espero el tren manteniendo una distancia considerable de la línea amarilla, no quiero que un loco pase y me aviente a las vías como a la chica que salió en las noticias; recuerdo haberme quedado pasmada frente a la tele, se me revolvió el estómago al pensar en lo aterrada que debió sentirse la chica. La foto que difundieron en los noticieros retrataba a una joven alegre, cabello rizado, un poco rebelde y ojos llenos de vida. Tuve escalofríos al pensar que quizás pude haber sido yo.

El tren tarda varios minutos en llegar, pero eso ya tampoco me sorprende, los retrasos son pan de cada día. Suspiro al ver los primeros vagones pasar frente a mi, me pregunto en cuál me tocará subir, si en uno medio vacío o en uno que esté a reventar. Escucho el rechinido que hace el tren al frenar. Las puertas tardan en abrirse, la inquietud del viaje a veces me hace percibir las cosas en cámara lenta. Veo la puerta abrirse como en una película de los años 80´s sobre viajes espaciales, sólo le falta el humo para ser una fiel recreación.

Por suerte el vagón no va demasiado lleno, aunque casi todos los lugares están ocupados, incluso un hombre de unos 35 años está sentado en los asientos reservados donde, claramente, hay un cartel azul que indica que sólo los adultos mayores y las mujeres embarazadas o con niños pueden usarlos. Pero no digo nada. Nadie escucha. 

Mejor me quedo parada, después de todo sólo serán 4 estaciones. Logro sacar el libro que estoy leyendo antes de que las puertas se cierren, quizás pueda avanzar la mitad de un capítulo. Abro el libro en la última página en la que me quedé. Siento que el tren avanza a gran velocidad. Tengo que agarrarme con fuerza al tubo. Después de muchos años he aprendido a sostener un libro con una mano y con la otra intentar no caerme. Quiero leer sin tanto detenimiento, de lo contrario terminaría absorta en la historia y, seguramente, me pasaría de estación. Procuro poner atención en el sonido que hace la puerta cada vez que se abre. 

Paso una, dos, tres páginas. Levanto la vista y sólo puedo ver las paredes del túnel y unas cuantas luces que sirven de iluminación. Las siluetas de los ladrillos pasan rápidamente ante mis ojos, seguro tardaremos medio segundo más en llegar a la próxima estación. Vuelvo la vista al libro; cuatro, cinco, seis páginas… Miro nuevamente por la ventana, la oscuridad del túnel sigue. Observo las otras ventanas, los ladrillos del túnel permanecen. Siete, ocho, nueve, diez páginas. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No suelo leer más de 3 páginas entre estación y estación. Sigo esperando, pero el túnel parece no terminar, solo hay más y más paredes oscuras.

Observo a la gente del vagón, pero todos tienen la mirada en sus celulares, no parece notar lo que sucede alrededor. El túnel sigue y sigue. Respiro hondo, la angustia me invade, ¿soy la única que se da cuenta? ¿Acaso me he subido en otra estación? ¿y si se trata de un sueño? Me pellizco y pido despertar, pero me duele y nada sucede. Esto es real. ¿Alguien me drogó mientras esperaba el tren? ¿Y si así desaparece la gente que se sube al metro? He escuchado tantas historias sobre eso, tal vez un loco me aventó a las vías del tren y morí, quizás estoy en un limbo o en un bucle de tiempo, una falla en la realidad. Pasan tantas teorías por mi cabeza. Pero aún ahora sigo avanzando dentro del tren, mientras el túnel se vuelve infinito, la oscuridad es eterna. Grito, pero nadie escucha.

Acompañantas

Blanca Daniela Sauno García Michoacán, México.

No estaba llorando, cosa que era extraña porque me sentía desesperada, y fuera de lugar. Estaba haciendo una posición de yoga, lancé mis piernas sobre mi cabeza, y traté de aflojar mis vértebras para que les entrara aire. Tenía mi celular cerca conmigo en el piso, pero no lo quería ver, esperaba que él me mandara mensajes, pero no lo había hecho. Vi el celular un segundo, y vi que no había mensajes. Pero, me puse a scrollear en Instagram, y vi a una amiga que estaba en la ciudad, sin pensarlo mucho le mandé un mensaje y quedamos de vernos al día siguiente. Necesitaba hablar con alguien, y no tenía a nadie, o así lo sentía.  Tenía un mes que no me bajaba la regla, y estaba empezando a preocuparme. De pronto, sentí un dolor en el vientre, seguido de cierta incomodidad, algo pasaba, al fin me iba a bajar. Un flujo rojo lleno de coágulos comenzó a bajarme, y yo que pensaba que estaba embarazada, y yo que me preparé tantos tés, hice tanto ejercicio para deshacer lo que estaba temiendo que tuviera. Y no le dije a nadie lo que pasaba, ni siquiera a mi amiga. Estábamos bien cerca del 2 de noviembre cuando nos vimos por primera vez, antes de eso habíamos entablado una amistad a la distancia, por internet. Hablamos de todo y nada a la vez, me la pasé muy agusto. Ella estaba decidida a invitarme el desayuno, y aquello me hizo pensar en una cita, porque además de todo ella era una mujer muy hermosa y amable. Me invitó al día siguiente a ir con ella y sus amigas a turistear. Yo vivo en Michoacán, ellas venían de visita a los pueblos mágicos que celebran el día de los muertos, no era el mero 2 de noviembre pero estuvo cerca. Fuimos juntas a Capula, y a Janitzio. Comimos, reímos y caminamos juntas. Pero me fui pa´atras cuando supe a que se dedicaba sus organización, eran acompañantes de abortos. No les dije nada pero hasta la fecha creo que me acompañaron en  un aborto que yo tuve. Fue un momento muy místico porque yo estaba muy sola y ellas llegaron de la nada, y me acompañaron. Después se fueron para dejarme enfrentarme a los retos de mi vida

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